Final de viaje (3): El cuento apócrifo
El cuento de un cuento falsamente atribuido a Julio Cortázar y publicado en una revista venezolana en 1994. Tercera parte: El cuento atribuido a Cortázar
Parte 1: La reputación de un falsificador.
Parte 2: Historia de una falsificación.
—Principio de la tercera parte—
Final de viaje ( el cuento apócrifo atribuido a Cortázar)
Abro los ojos y una salvaje punzada abdominal me dobla el cuerpo y me hace incorporarme, y cegado por el dolor, distingo apenas los contornos de lo que me rodea: ésta debe de ser mi cama y ésa tu mesa de noche, a la derecha, y esos pasos que son el eco de los tuyos eres tú que entras en la habitación, te detienes a mi izquierda, palpas mi espalda con el leve toque de tus dedos, esos dedos largos cuyo peso conozco tan bien, cuyo confort no puede detener el líquido ardiente que me sube por el esófago, apenas atino a ver el tobo que pones frente a mí, y vomito, me vacío hasta sentir las contracciones más secas y dolorosas, convulsionado por las arcadas y el miedo. Me quedo mirando ese líquido amarillo y no puedo relacionarlo conmigo, me parece la secreción de un animal monstruoso y foráneo, y siento el apremio de estar quieto, de no moverme mucho, de cerrar los ojos e imaginar que hoy es como ayer o hace dos días. No ha ocurrido ningún accidente, nadie se ha salido de la carretera, no he sentido girar el mundo en un vértigo de ruido y metal alrededor del volante, ni he visto una cara de ojos abiertos, ensangrentada e inmóvil, boca abajo sobre el asfalto.
Me seco lás lágrimas, abro bien los ojos, y puedo ver las manchas rojas en el líquido amarillo. Los cierro, me reclino lentamente sobre la almohada sintiendo la gentil presión de tu mano que ofrece apoyo a mi espalda. Te alejas con tres pasos livianos, regulares, te detienes, y tras una pausa reconcentrada y un ruido metálico regresas a la cama. Una mano que debe de ser la tuya me ajusta la cabeza sobre la almohada, me toma de la muñeca y me frota el antebrazo con un algodón empapado de alcohol. El olor aséptico me reconforta y me permite pensar que todo va a estar bien, esto no es sino un malestar pasajero, no puede ser grave si sólo una mota de algodón y un pinchazo en el brazo me separan de las arcadas y el líquido viscoso. Sujeto tu mano entre las mías, mis ojos cerrados para no romper el encanto, y con la seguridad que me da la forma de tus dedos, resbalo hacia el olvido.
Así tomas mis manos siempre. Así abandonas la tuya entre las mías. Entrelazamos los dedos en un roce laxo y suave. Desde el pozo oscuro de mi entresueño percibo un dejo de resistencia. ¿Temes herir mis manos hinchadas? ¿Necesitas ir al baño y vaciar el contenido del tobo? Con zozobra y vértigo renuncio a tu mano que huye de las mías. Otros pasos más pesados y resueltos entran en la habitación. ¿A quién habrás llamado? ¿Quién es esta sombra atenta mirándome desde el otro lado de la cama y del mundo? No reconozco la voz firme y directa, el tono grave y acostumbrado a mandar. No distingo las palabras susurradas, las frases que no preguntan sino indican. Lo dejas que me toque: se inclina sobre mí, con manos ásperas me palpa la frente y el cuello, presiona un objeto metálico y frío contra mi pecho. Me presiona los costados. Retira las manos cuando la presión de sus dedos en mi abdomen libera un corrientazo que me dobla el cuerpo y casi me obliga a sentarme. Lo oigo murmurarte algo, abrir la puerta, llamar a alguien más. Abro los ojos y desde un fondo borroso te veo a ti de blanco y a él de verde. Dos personas más de blanco se acercan a mí, me levantan, me ponen en una camilla cuyo contacto en la espalda me hace estremecerme.
Acabo de darme cuenta, cuando vi el primer vano de una puerta pasar sobre mí, luego el segundo. Esperaba ver la sala de nuestro apartamento: a la izquierda, el balcón cuya vista domina Santa Mónica, los helechos siempre abundantes y bien regados por tu mano, el móvil de peces de metal tintineando en la brisa del balcón; de frente, el equipo de sonido en el mueble de equipos electrónicos sin televisor, que nunca llegamos a comprar porque odiabas el sonido de la televisión prendida; a la derecha, la biblioteca repleta de libros, mis novelas y tus libros de antropología, sobre todo los de Hall que mandaste a empastar; cerca de la puerta de entrada, la cocina con tus adornos de casitas merideñas, tus maticas de coqueta, tus monerías. Esperaba ese mundo que me tranquiliza, me seda, me entrega a la nada plena y a la dulce ligereza de lo familiar. En cambio, una hilera de lámparas fluorescentes me hiere los ojos, el pasillo se alarga, interminablemente, las puertas batientes se abren y cierran a mi paso; distingo un murmullo de quejas de camillas indistintas adosadas a las paredes, a ambos lados del pasillo. Estoy en un hospital. Ahora no sé si caminas a mi lado. Agito las manos buscando las tuyas, que no llegan.
Lo que sigue sucede con deliberada brevedad: las últimas puertas batientes, la transferencia a otra camilla con sábanas verdes, el grupo vestido de verde, las intensas luces calientes enfocadas hacia mí, la máscara cubriéndome la nariz y la boca, la repentina placidez, el abandono.
Son las nueve de la mañana. Acabas de salir del baño con el pelo aún mojado y preguntas si estoy listo para salir. Tras poner un par de pañuelos e interiores en la maleta, confirmo que estoy listo. Cerramos la maleta, apagamos las luces del baño, chequeamos la cocina, nos aseguramos de que el equipo de sonido está apagado, salimos, cierro la puerta con llave. Después hago lo de siempre: abro la puerta de nuevo y miro dentro del apartamento, tres, cuatro veces, sin ningún propósito concreto. Y como siempre te ríes, bromeas y aprietas el botón para llamar el ascensor. Antes de llegar al estacionamiento, sé que ya habremos vivido el rito subsiguiente: como siempre mencionarás que puedes manejar, y como siempre la discusión terminará conmigo al volante, porque tú detestas tomar el volante en Caracas, prefieres más allá de Maracay, en plena Panamericana, la autopista libre delante de nosotros hasta Tucacas y el Parque Nacional Morrocoy, que nos espera. Escogerás el cassette de Chico Buarque que tanto te gusta, la selección de una hora que grabé yo mismo. “Morena de Angola” y “Trocando en miudos” mediarán el silencio con que nos comunicamos en instantes así. Al comienzo del lado B, sonará “Pedaço de min”, Oh mitade afastada de min, y entonces llegaremos al Peaje, donde comentarás que por fin acaba Caracas y comienza la vida. Abrirás la ventana del carro, dirás que mereces regalarte el aire puro. El sonido del aire a más de ciento veinte por hora ahogará la voz de Chico en los altavoces y tus murmullos distraídos haciéndole coro. Te verás tan hermosa con el pelo suelto, mirando las colinas verdes y fugaces, perdida en una cifra secreta de pensamiento. Acaso mi vista se habrá detenido por un segundo de más, innecesario, en los detalles de tu cuello, en la línea de tu quijada. Al voltear mis ojos hacia la carretera, entrando en una curva, me sorprenderán el carro con las luces de emergencia prendidas, la camioneta con el hombre afuera, y la puerta abierta justo en mi camino en el canal derecho. Con un volantazo trataré de evitar los dos carros, oiré el chirrido del frenazo, y presentiré sin ver la masa veloz del vehículo que se aproxima por la parte posterior izquierda. Un impacto, una sacudida, y las acciones ya no me pertenecerán. El carro se ladeará sin obedecer el volante. Nos saldremos de la carretera, y el mundo girará alrededor nuestro en un vértigo caótico de ruido y metal. Entonces ya no sabré quién está boca abajo en el asfalto —el rostro ensangrentado e inmóvil no lejos del carro, la cabeza ladeada en ese ángulo imposible— ni quién sigue en el carro, el volante excesivamente hundido en el abdomen. Dos bocas buscarán un aire que no llega, y estarás allí, a tan pocos metros de mí, viéndome mientras aún trato de contener mi último suspiro.
—Fin de la tercera parte—